Los hermanos Karamazov

CAPITULO VII

EL DE ANTAÑO

Mitiá se acercó a la mesa a grandes zancadas.

—Señores —empezó a decir en voz muy alta, pero tartamudeando a cada palabra—, yo... Bueno, no pasará nada; no tengan miedo.

Se volvió hacia Gruchegnka, que se había inclinado sobre Kalganov, aferrándose a su brazo, y repitió:

—Nada, no pasará nada... Voy de viaje... Me marcharé mañana, apenas se levante el día... Señores, ¿me permiten ustedes que permanezca en esta habitación, haciéndoles compañía; sólo hasta mañana por la mañana?

Dirigió estas últimas palabras al personaje sentado en el canapé. Éste retiró lentamente la pipa de su boca y dijo con grave expresión:

—Panie , esto es una reunión particular. Hay otras habitaciones.

—¡Pero si es Dmitri Fiodorovitch! —exclamó Kalganov—. ¡Bien venido!

¡Siéntese!

—¡Buenas noches, mi querido amigo! —dijo Mitia al punto, rebosante de alegría y tendiéndole la mano por encima de la mesa—. ¡Siempre he sentido por usted la más profunda estimación!

Kalganov profirió un «¡Ay!» y exclamó riendo:

—¡Me ha hecho usted polvo los dedos!

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