EL DE ANTAÑO
Mitiá se acercó a la mesa a grandes zancadas.
—Señores —empezó a decir en voz muy alta, pero tartamudeando a cada palabra—, yo... Bueno, no pasará nada; no tengan miedo.
Se volvió hacia Gruchegnka, que se habÃa inclinado sobre Kalganov, aferrándose a su brazo, y repitió:
—Nada, no pasará nada... Voy de viaje... Me marcharé mañana, apenas se levante el dÃa... Señores, ¿me permiten ustedes que permanezca en esta habitación, haciéndoles compañÃa; sólo hasta mañana por la mañana?
Dirigió estas últimas palabras al personaje sentado en el canapé. Éste retiró lentamente la pipa de su boca y dijo con grave expresión:
—Panie , esto es una reunión particular. Hay otras habitaciones.
—¡Pero si es Dmitri Fiodorovitch! —exclamó Kalganov—. ¡Bien venido!
¡Siéntese!
—¡Buenas noches, mi querido amigo! —dijo Mitia al punto, rebosante de alegrÃa y tendiéndole la mano por encima de la mesa—. ¡Siempre he sentido por usted la más profunda estimación!
Kalganov profirió un «¡Ay!» y exclamó riendo:
—¡Me ha hecho usted polvo los dedos!