El hombre de la máscara de hierro

Corona y tiara

Aramis se apeó para tener la portezuela al príncipe, el cual se estremeció de los pies a la cabeza al sentar la planta en el césped, y dio una vuelta alrededor de la carroza con paso torpe y casi tambaleándose, como si no estuviese acostumbrado a caminar por la tierra de los hombres.

Eran las once de la noche del 15 de agosto; gruesas nubes, presagio de tormenta, cubrían el espacio y ocultaban la luz de las estrellas y la perspectiva. Las extremidades de las alamedas apenas resaltaban sobre los sotos por una penumbra gris opaca perceptible tan sólo, en medio de aquella negrura, tras atento examen. Pero el olor de la hierba, las acres emanaciones de las encinas, la atmósfera templada por vez primera después de tantos años le envolvía, la inefable fruición de libertad en medio del campo, hablaban un lenguaje tan seductivo para el príncipe, que, sea cual fuere el recato, casi diremos el disimulo de que hemos intentado dar idea, dio rienda a la emoción y exhaló un suspiro de gozo.




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