El hombre de la máscara de hierro

Poco a poco levantó el joven su entorpecida cabeza, y respiró las diferentes capas de aire a proporción que le acariciaban el rostro cargadas de aromas. Con los brazos cruzados sobre el pecho como para impedirle que reventara a la invasión de aquella nueva felicidad, aspiró con delicia al aire desconocido que de noche circula bajo las bóvedas de los altos bosques. Aquel cielo que se le ofrecía a la mirada, aquellas aguas que le enviaban sus murmullos, aquellas criaturas a quienes veía moverse, ¿no eran la realidad? ¿No era un loco Aramis creyendo que en el mundo podía anhelarse más?

La embriagadora perspectiva de la vida campestre, libre de cuidados, temores y escaseces, el océano de días venturosos que reverbera a los ojos de la juventud, he ahí el verdadero cebo en que puede quedar prendido un infeliz cautivo, gastado por las piedras del calabozo, enervado por la falta de aire de la prisión. Y aquél fue el cebo que le presentó Aramis al ofrecerle los mil doblones y el encantado edén que ocultaban a los ojos del mundo los desiertos del Bajo Poitú.

Tales eran las reflexiones que se hacía Aramis mientras con ansiedad indecible seguía la marcha silenciosa de las alegrías del príncipe, a quien veía abismarse gradualmente en las profundidades de su meditación.

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