El hombre de la máscara de hierro

—¡Ah! bruto —dijo para sí D’Artagnan—. Si yo tuviese interés en desacreditarte, antes de diez minutos lo habría conseguido. —Y en alta voz añadió:

—Yo de Su Majestad, al dirigirme a casa del señor Fouquet, que es un caballero cumplido, dejaría mi servidumbre y me presentaría como amigo; quiero decir que entraría en Vaux sólo con mi capitán de guardias, y así sería más grande y más sagrado para mi hospedador.

—He ahí un buen consejo, señora —dijo Luis XIV, brillándole de alegría los ojos—. Entremos como amigos en casa de un amigo. Vayan despacio los de las carrozas, y nosotros, señores, ¡adelante!

Dicho esto, el rey picó a su caballo y partió al galope, seguido de todos los jinetes.

Colbert escondió su grande y enfurruñada cabeza tras el cuello de su cabalgadura.

—Así podré hablar esta noche misma con Aramis —dijo para sus adentros D’Artagnan mientras iba galopando—. Además el señor Fouquet es todo un caballero, y cuando yo lo digo, voto a mí que pueden creerme.

Así, a las siete de la tarde, sin trompetas ni avanzadas, exploradores ni mosqueteros, el rey se presentó ante la verja de Vaux, donde Fouquet, previamente avisado, hacía media hora que estaba aguardando con la cabeza descubierta, en medio de sus criados y de sus amigos.

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