El hombre de la máscara de hierro

Néctar y ambrosía

Fouquet tuvo el estribo al rey, que, apeándose, se enderezó graciosamente, y, más graciosamente aún, tendió la mano al superintendente, que la acercó respetuosamente a sus labios a pesar de un ligero esfuerzo del monarca.

El rey aguardó en el primer recinto la llegada de las carrozas, que no se hicieron esperar. Las damas, que llegaron a las ocho de la noche, fueron recibidas por la señora superintendenta a la claridad de una luz viva como la del sol, que surgió de los árboles, jarrones y estatuas, y duró hasta que sus majestades hubieron desaparecido en el interior del palacio.

Todas aquellas maravillas, amontonadas, todos aquellos esplendores de la noche vencida, la naturaleza enmendada, de todos los placeres, de todas las magnificencias combinadas para la satisfacción de los sentidos y del espíritu, Fouquet los ofreció realmente a su soberano en aquel encantado retiro, del que soberano alguno de Europa podía vanagloriarse entonces de poseer otro equivalente.


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