El hombre de la máscara de hierro

—¡Bah! lo soltaréis mañana.

—¿Mañana? No, monseñor, ahora mismo. Dios me libre de esperar un segundo.

—Pues adonde os llama vuestra obligación, y yo a la mía. ¿Habéis comprendido?

—¿Qué?

—Que sólo puede entrar en el calabozo de Marchiali la persona que venga provista de una orden del rey, y esa orden la traeré yo mismo.

—Corriente, monseñor, Guárdeos Dios.

—Vamos, Porthos —dijo Aramis—, a Vaux, y a escape.

—Nunca se encuentra uno más ágil que cuando ha servido al rey, y, al servirlo, ha salvado al su patria —repuso el gigante—. Además, como la carroza lleva menos peso… Partamos, partamos.

Y la carroza, libre de un peso que, en efecto, podía parecer carga muy pesada a Aramis, atravesó el puente levadizo de la Bastilla, que volvió a levantarse inmediatamente tras aquélla.

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