El hombre de la máscara de hierro

Una noche en la Bastilla

El sufrimiento en esta vida está en proporción de las fuerzas humanas.

Cuando el rey, triste y quebrantado, vio que lo conducían a un calabozo de la Bastilla, lo primero que se figuró fue que la muerte venía a ser como un sueño con sueños, que la cama se había hundido, que tras el hundimiento de la cama había sobrevenido la muerte, y que, prosiguiendo su sueño, Luis XIV, difunto, soñaba que le destronaban, le encarcelaban y le insultaban, a él, poco hacía tan poderoso.

—¿Es eso a lo que apellidan la eternidad, el infierno? —murmuró Luis XIV en el instante en que se cerró la puerta del calabozo, empujada por Baisemeaux.

El rey ni siquiera miró en torno de sí sino que, arrimado a una de las paredes del calabozo, se entregó a la terrible suposición de su muerte, cerrando los ojos para no ver algo todavía más terrible.

—Pero ¿cómo he muerto? —decía entre sí—. ¿Habrán hecho bajar artificiosamente mi cama? Pero no, yo no recuerdo haber recibido confusión alguna, ningún choque… Más bien me habrán envenenado, durante la cena o con el humo de las velas, como a Juana de Albret, mi bisabuela.

De repente el frío del calabozo envolvió como en un manto de hielo a Luis, que prosiguió:

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