Fouquet aguardaba con ansiedad, y ya había despedido a algunos servidores y amigos suyos que, anticipándose a la hora de sus acostumbradas recepciones, acudieron a su puerta.
Cuando Fouquet vio volver a D’Artagnan, y tras éste al obispo de Vannes, su alegría fue tan grande como grande había sido su zozobra. Para el superintendente, la presencia de Aramis era una compensación a la desgracia de ser arrestado.
El obispo estaba taciturno y grave, y D’Artagnan, trastornado por todo aquel cúmulo de acontecimientos increíbles.
—¿Y bien, capitán, me traéis al señor de Herblay?
—Y algo mejor todavía, monseñor.
—¿Qué?
—La libertad.
—¿Estoy libre?
—Sí, monseñor; por orden del rey.
Fouquet recobró toda su serenidad para interrogar a Aramis con la mirada.
—Dad las gracias al señor obispo de Vannes —prosiguió D’Artagnan—; pues a él y a nadie más que a él debéis el cambio del rey.
Aramis se volvió hacia Fouquet, que no estaba menos pasmado que el mosquetero y le dijo: