El hombre de la máscara de hierro

Cómo se respeta la consigna en la Bastilla

Fouquet, mientras su carroza lo llevaba como en alas del huracán, se estremecía de horror al pensar en lo que acababa de saber.

—¿Qué hacían, en su juventud esos hombres prodigiosos —decía entre sí el superintendente—, si en la edad madura todavía tienen fibra para idear tales empresas y ejecutarlas sin pestañear?

A veces, Fouquet se preguntaba si cuanto le contó Herblay no era un sueño, y si al llegar él a la Bastilla no iba a encontrar una orden de arresto que le enviase adonde el rey destronado.

En esta previsión, el superintendente dio algunas órdenes selladas por el camino, mientras enganchaban los caballos, y las dirigió a D’Artagnan y a todos los jefes de cuerpo cuya fidelidad no podía ser sospechosa.

—De esta manera —dijo entre sí Fouquet—, preso o no, habré servido cual debo la causa del honor. Como las órdenes no llegarán a su destino antes que yo, si vuelvo libre, no las habrán abierto, y las recobraré. Si tardo, será señal de que me habrá ocurrido alguna desgracia, y entonces nos llegará socorro a mí y al rey.

Así preparado, el superintendente llegó a la puerta de la Bastilla después de haber recorrido cinco leguas y media en una hora.

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