El hombre de la máscara de hierro

A Fouquet le sucedió completamente lo contrario que a Aramis. Por más que se nombró, por más que se dio a conocer, no consiguió que le permitiesen la entrada en la fortaleza. A fuerza de instar, amenazar y ordenar, logró que un centinela avisara a un sargento para que éste a su vez advirtiera al mayor.

Fouquet tascaba el freno en su carroza, a la puerta de la Bastilla, y aguardaba la vuelta del sargento, que por fin reapareció con cara avinagrada.

—¿Qué ha dicho el mayor? —preguntó Fouquet con impaciencia.

—El mayor se ha echado a reír —contestó el soldado—, y me ha dicho que el señor Fouquet está en Vaux, y que aun cuando estuviese en París, no se levantaría tan temprano.

—¡Voto a tal! sois un hato de pillos —exclamó el superintendente lanzándose fuera de la carroza.

Y antes de que el sargento hubiese tenido tiempo de cerrar la puerta, Fouquet se coló por la abertura y siguió adelante a pesar de las voces de auxilio que profería aquél.

Fouquet iba ganando terreno, sin hacer caso de los gritos del sargento, que al fin le alcanzó y dijo al centinela de la segunda puerta:

—¡Cerradle el paso!

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