El hombre de la máscara de hierro

El último adiós

Raúl lanzó una exclamación de alegría y abrazó con ternura a Porthos, Aramis y Athos se abrazaron como se abrazan los hombres maduros, y aun para el primero aquel abrazo equivalió a una pregunta, pues dijo sin tardanza:

—Amigo mío, estamos aquí por poco rato.

—¡Ah! —exclamó el conde.

—El tiempo de poneros al tanto de mi buena suerte —repuso Porthos.

—¡Ah! —exclamó Raúl.

Athos miró a Aramis, cuyo ademán sombrío le pareció poco en armonía con la buena nueva de que hablaba Vallón.

—¿Qué buena suerte os ha traído? —preguntó Raúl sonriéndose.

—El rey me hace duque —respondió con misterio el buen Porthos inclinándose hasta el oído del joven duque vitalicio. Pero los apartes del coloso eran siempre lo bastante sonoros para que todos los oyeran.

Athos lanzó una exclamación que hizo estremecer a Aramis, que se apoyó en el brazo de su amigo, y, después de haber pedido licencia a Porthos para hablar algunos momentos aparte, dijo al conde:

—Mi querido Athos, estoy transido de dolor.

—¡De dolor! —exclamó el conde—; ¿qué decís, mi querido amigo?

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