El hombre de la máscara de hierro

El inventario de M. de Beaufort

No le faltaba más a Athos que visitar al duque de Beaufort y ponerse de acuerdo con él para la partida.

El duque estaba espléndidamente instalado en París; tenía el soberbio boato de las colosales fortunas que algunos ancianos recordaban haber visto florecer en tiempo de las liberalidades de Enrique III. En aquel reinado hubo señores que verdaderamente estaban más ricos que el monarca, y sabiendo ellos esto, usaban de sus riquezas, y se daban el gusto de humillar un poco a su real majestad.

Aquélla fue la egoísta aristocracia a la cual Richelieu obligó a contribuir con su sangre, su bolsa y sus reverencias a lo que desde entonces se llamó «el servicio del rey».

Desde Luis XI, el terrible segador de grandes, hasta Richelieu, ¡cuántas familias habían vuelto a levantar la cabeza! Pero también ¡cuántas la doblaron para no volver a levantarla jamás, desde Richelieu a Luis XIV! Pero Beaufort había nacido príncipe, y de una sangre que no derrama en los patíbulos, si no es por sentencia de los pueblos.

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