El hombre de la máscara de hierro

Prisionero y carceleros

Una vez en el fuerte, y mientras el gobernador hacía algunos preparativos para recibir a sus huéspedes:

—Vamos —dijo Athos—, explicaos ahora que estamos solos.

—Es muy sencillo —respondió el mosquetero—. He conducido aquí un preso a quien por orden del rey nadie puede ver. Al llegar vosotros, el preso os ha arrojado algo al través de los barrotes de su ventana, algo que yo he visto caer mientras estaba comiendo con el gobernador, y que Raúl ha recogido. Y como no necesito mucho tiempo para comprender, he comprendido que estabais en inteligencia con el preso. Entonces…

—Habéis ordenado que nos fusilaran —interrumpió Athos.

—Lo confieso; pero si he sido yo quien primero he empuñado un mosquete, por fortuna he sido el último en apuntaros.

—Si me hubierais matado, hubiera tenido el honor de morir por la casa real de Francia; y es honra insigne morir por vuestra mano, siendo, como sois, su más leal y noble defensor.

—¿Qué diablos estáis diciendo de la casa real? —repuso D’Artagnan—. ¡Qué! un hombre como vos, discreto y avisado, ¿da crédito al las locuras que escribe un insensato?

—Sí.

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