El hombre de la máscara de hierro

Las promesas

Apenas D’Artagnan entró en su aposento con sus amigos, vino un soldado del fuerte para avisarle que el gobernador deseaba hablar con él.

Una barca había llegado a Santa Margarita con una orden importante para el capitán de mosqueteros, que, al abrir el pliego, conoció la letra del rey.

Como supongo que habéis dado ya el debido cumplimiento a mis órdenes, al llegar este pliego a vuestras manos volved inmediatamente a París, donde os espero en el Louvre.

—¡Loado sea Dios! se acabó mi destierro, —exclamó con alegría D’Artagnan y mostrando el pliego a Athos—. ¡Ceso de ser carcelero!

—¿Luego nos dejáis? —repuso el conde de La Fere con tristeza.

—Para volvernos a ver, amigo mío, —replicó el mosquetero—, pues Raúl ya está bastante crecido para marcharse solo con el señor de Beaufort, y preferirá dejar que su padre se vuelva en compañía de D’Artagnan a no obligarle a que haga solo las doscientas leguas que lo separan de La Fere. ¿No es verdad, Raúl?

—Sí, —respondió el vizconde con triste acento.

—No, amigo mío, —interrumpió Athos—, no me separaré de Raúl hasta el día en que su nave haya desaparecido en el horizonte. Mientras esté en Francia, no se separará de mí.

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