El hombre de la máscara de hierro

Poco a poco, chalupas y figura llegaron a una distancia en que los hombres solamente son puntos y el amor recuerdos. Athos vio como su hijo subía la escalera de la capitana, y se asomaba al empalletado, colocándose de manera que su padre no pudiese perderlo de vista. En vano tronó el cañón, en vano de las naves partió un prolongado rumor contestado desde tierra por inmensas aclamaciones, en vano se esforzó el ruido en aturdir los oídos del padre, y el humo en borrar el objeto amado de todas sus aspiraciones: Athos vio a su hijo hasta el último momento; el imperceptible átomo pasó del negro al pálido, del pálido al blanco, y del blanco a nada, y desapareció a los ojos de Athos mucho después que para los de los presentes habían desaparecido las poderosas naves y sus hinchadas velas.

A mediodía, cuando ya el sol devoraba el espacio y apenas si los topes de los palos sobresalían de la abrasada línea del mar, Athos vio remontarse por el espacio una nubecilla tan pronto desvanecida como vista: era el humo de un cañonazo mandado disparar por Beaufort para saludar por última vez la costa de Francia.




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