El hombre de la máscara de hierro

Entre mujeres

D’Artagnan no pudo ocultar su emoción a sus amigos como hubiera deseado. El soldado estoico, el impasible guerrero, vencido por el temor y los presentimientos, cedió a la flaqueza humana; y cuando hubo acallado su corazón y calmado el temblor de sus músculos, se volvió hacia su lacayo, silencioso servidor siempre oído atento para obedecer con más presteza, y le dijo:

—Rabaud, sabe que debo hacer treinta leguas por día.

—Está bien, mi capitán —respondió Rabaud.

Desde aquel instante, D’Artagnan, acostumbrado a montar, verdadero centauro, no le ocupó en nada.

El hombre inteligente nunca se aburre cuando ejercita el cuerpo, como el sano nunca deja de parecerle leve carga la vida si algo le cautiva el espíritu.

D’Artagnan, siempre corriendo, siempre pensando, llegó a París elástico de músculos, como atleta preparado para la gimnasia, y como no encontró al rey, que acababa de partir hacia Meudón para una cacería, en vez de correr tras el monarca, como hubiera hecho en otro tiempo, se desnudó, tomó un baño, y esperó a que regresase Su Majestad bien fatigado y polvoriento.

Durante las cinco horas que tardó Luis XIV en llegar, el mosquetero tomó, como suele decirse, el aire de la casa, y se pertrechó contra toda eventualidad.

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