El hombre de la máscara de hierro

Un canto de Homero

Ya es tiempo de pasar al otro campo y describir a los combatientes y el teatro de la batalla. La gruta, que tenía unas cien toesas de longitud y llegaba hasta un declive que iba a parar en una caleta, en tiempo en que Belle-Isle se llamaba todavía Colonesa, fue templo de divinidades paganas, y sus misteriosas concavidades presenciaron más de un sacrificio humano. La entrada de aquella caverna la formaban una pendiente suave cubierta por una baja bóveda de amontonadas peñas; el interior, de suelo desigual y peligroso por las fragosidades de las peñas de la bóveda, se subdividía en varios compartimientos gradualmente más elevados y a los cuales se llegaba por escalones ásperos, resquebrajados y unidos a derecha y a izquierda a enormes pilares naturales. En el tercer compartimiento la bóveda era tan baja y tan estrecha la galería, que la barca apenas pudiera haber pasado rozando las paredes; con todo, en un momento de desesperación, la madera cede y la piedra se ablanda al soplo de la voluntad humana.

Tal era el pensamiento de Aramis cuando, tras el combate, se decidió a la fuga, fuga peligrosa, pues no habían perecido todos los asaltantes, y admitiendo la posibilidad de botar la barca al mar, habrían huido en plena luz, ante los vencidos, que al ver cuán pocos eran hubieran tenido interés en hacer perseguir a los vencedores.

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