El hombre de la máscara de hierro

El epitafio de Porthos

Aramis, silencioso, helado, temblando como un medroso niño, bajó de aquella peña, tumba que no podía ser hollada por cristianos pies.

Parecía que algo de Porthos hubiese muerto en él.

Los bretones rodearon a Aramis, y le abrazaron, él les dejó hacer, y los tres marineros le tomaron en peso y le condujeron a la barca.

Colocado en el banco, junto al timón, los tres bretones hicieron fuerza de remos prefiriendo alejarse de esta manera a izar la vela que podía venderlos.

De la arrasada superficie de la antigua gruta de Locmaría, de aquella orilla, sólo una prominencia atraía la mirada. Aramis no podía desviar de ella los ojos, y desde lejos, desde la mar, a medida que se alejaba, le parecía que la amenazadora y altiva peña se erguía, como antes se irguiera Porthos, y levantaba hasta el cielo una cabeza risueña e invencible como la del probo y valiente amigo, el más fuerte de los cuatro y, sin embargo, muerto el primero.

¡Extraño destino el de aquellos hombres de bronce! El más sencillo de corazón aliado al más astuto; la fuerza corporal guiada por la sutileza de la inteligencia; y el cuerpo, una piedra, una peña, un peso vil y material dominaba la fuerza y, desplomándose sobre su cuerpo, lanzaba de él a la inteligencia.

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