El hombre de la máscara de hierro

Cinco minutos después el capitán llamó a su segundo, que subió inmediatamente y le ordenó que hiciera rumbo a la Coruña.

Mientras se estaba ejecutando la orden dada por Pressigny, Herblay reapareció en la cubierta, se sentó junto al empalletado, y a pesar de lo obscuro de la noche, pues aun no había salido la luna, clavó obstinadamente la mirada en dirección a Belle-Isle.

—¿Qué ruta seguimos, capitán? —preguntó en voz baja Ibo a Pressigny, que se había vuelto a popa.

—La que le place a monseñor —respondió el interpelado. Aramis pasó la noche sobre el empalletado.

Ibo, al acercarse a él a la mañana siguiente, notó que la noche debió haber sido muy húmeda, pues la madera sobre la cual el obispo apoyaba la cabeza, estaba mojada como por el rocío.

¡Quién sabe si fue el rocío, o si fueron las primeras lágrimas que derramaran los ojos de Aramis!

¡Oh buen Porthos!, ¿qué epitafio hubiera valido lo que aquél?

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