El hombre de la máscara de hierro

Y D’Artagnan dobló su plateada cabeza, en la que el rey, sonriéndose, pasó con orgullo su blanca mano.

—Gracias, mi viejo servidor, mi fiel amigo —dijo Luis—. Y pues ya no tengo enemigos en Francia, me resta enviarte a tierra extraña para que recojas tu bastón de mariscal. Yo hallaré la ocasión, fía en mí, y entretanto come mi mejor pan y duerme tranquilo.

—Enhorabuena —repuso D’Artagnan conmovido—. Pero ¿y esos pobres de Belle-Isle?, ¡sobre todo uno de ellos, tan bueno, tan bravo!

—¿Me pedís su perdón?

—De rodillas, Sire.

—Pues bien, si todavía es tiempo, llevádselo. Pero ¿me respondéis de ellos?

—Con mi cabeza.

—Id, pues. Mañana salgo para París, y deseo que para entonces hayáis regresado, pues no quiero que volváis a separaros de mí.

—Estad tranquilo, Sire —exclamó D’Artagnan besando la mano al rey.

Y con el corazón henchido de gozo, salió de palacio y tomó el camino de Belle-Isle.

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