El hombre de la máscara de hierro

El último canto del poema

Al día siguiente se vio llegar a toda la nobleza de las cercanías y a la de provincia, hasta donde los mensajeros habían tenido tiempo de llevar la nueva. D’Artagnan se encerró para no hablar con ninguno; de tal suerte y por largo tiempo abrumaron a aquel corazón hasta entonces infatigable dos muertes para él tan dolorosas, después de la reciente muerte de Porthos. Excepto Grimaud, que entró una vez en su cuarto, el mosquetero no vio criado ni comensal. En el ruido de la casa, en las idas y venidas, a D’Artagnan le pareció adivinar que se hacían los preparativos para los funerales del conde, y como iba a cumplirse el plazo de su licencia, escribió al rey para que le concediese algunos días más.

Grimaud entró en el cuarto de D’Artagnan, se sentó en su escabel junto a la puerta, como quien medita profundamente, y luego se levantó e hizo seña al mosquetero de que le siguiese. Grimaud bajó hasta el dormitorio del conde, mostró con el dedo el sitio de la cama vacío, y levantó elocuentemente los ojos hasta el cielo.

—Sí, mi buen Grimaud —repuso D’Artagnan—, al lado de su hijo que tanto amaba.

Grimaud salió del dormitorio y llegó al salón, donde, según costumbre de provincias, estaba expuesto el cadáver antes del sepelio.

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