D’Artagnan, que ya tenía la vista débil, divisó tras el grupo tres carrozas, la primera, destinada a la reina, estaba vacía; luego y al no ver junto al rey a La Valiére, la buscó y la vio en compañía de dos mujeres que al parecer se aburrían mucho como ella. A la izquierda del rey y montada en fogoso corcel hábilmente manejado, brillaba una mujer de portentosa hermosura, que sostenía con Su Majestad una correspondencia de sonrisas y despertaba con su hablar las carcajadas de todos.
Yo conozco a aquella mujer —dijo mentalmente D’Artagnan. Y volviéndose hacia su amigo el halconero le preguntó—: ¿Quién es la dama aquella?
—La señorita de Tonnay-Charente, marquesa de Montespan —respondió el halconero.
Cuando Luis XIV vio a D’Artagnan exclamó:
—¡Ah!, ¿estáis de vuelta, conde? ¿Por qué no habéis venido a verme?
—Porque cuando he llegado, Vuestra majestad estaba todavía durmiendo, y cuando he tomado mi servicio esta mañana, todavía no estabais despierto.
—Siempre el mismo —dijo en alta voz el rey y con acento de satisfacción—. Descansad, conde, os lo ordeno. Hoy cenaréis conmigo.
Un murmullo de admiración envolvió como una inmensa caricia al mosquetero.