El hombre de la máscara de hierro

Otra cena en la Bastilla

Sonaban las siete de la tarde en el gran reloj de la Bastilla. Era la hora de la cena de los pobres cautivos. Las puertas, rechinando sobre sus descomunales goznes, daban paso a las fuentes y a las cestas atestadas de manjares, cuya delicadeza, como el mismo Baisemeaux nos lo ha dado a conocer, se apropiaba a la condición del detenido.

Aquélla era también la hora en que cenaba el gobernador, que aquel día tenía un convidado, por lo cual el asador volteaba más cargado que de costumbre.

La cena del gobernador, aparte de las sopas y los entremeses, se componía de un lebrato mechado, ceñido de perdices asadas que a su vez estaban rodeadas de codornices, gallinas en salsa, jamón frito y rociado con vino blanco, cardos de Guipúzcoa y langostines.

Baisemeaux, sentado a la mesa, se restregaba las manos y miraba al obispo de Vannes, el cual, vestido a lo caballero, con altas botas y la espada al cinto, no cesaba de hablar de su hambre y demostraba la más viva impaciencia.

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