El hombre de la máscara de hierro

El gobernador no estaba acostumbrado a las familiaridades de su grandeza monseñor de Vannes, y aquella noche, Aramis, que se había puesto un tanto alegre, hacía confidencia tras confidencia. El prelado se convirtió casi en mosquetero, y tocó los límites de la desenvoltura. Respecto de Baisemeaux, se entregó en cuerpo y alma y con la facilidad de las gentes vulgares, a la momentánea llaneza de su comensal.

—Caballero —exclamó el gobernador— y perdonad que así os llame, pues en verdad esta noche no me atrevo a llamaros monseñor.

—No, llamadme caballero —repuso Aramis—, traigo botas.

—Pues bien, caballero, ¿sabéis a quién me recordáis esta noche?

—No —respondió Aramis escanciándose vino—, pero supongo que a un buen comensal vuestro.

A dos me recordáis… dos personas, una de ellas muy ilustre, el difunto cardenal, el gran cardenal, el de Rochela, el que llevaba botas cual vos. ¿No es verdad?

—Lo es —respondió Herblay—. ¿Y la otra?

—La otra es cierto mosquetero muy garrido, muy valiente, tan atrevido cuanto afortunado, que ahorcó los hábitos para hacerse mosquetero, y luego dejó la espada para hacerse cura. —Y al ver que Aramis se dignaba sonreírse, se alentó a añadir—: Y de cura se hizo obispo, y de obispo…

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