La Dama de las Camelias

Yo sufría por el daño que harían en su débil organismo aquellos excesos diarios.

Al fin sucedió algo que yo había previsto y me temía. Hacia el final de la cena se apoderó de Marguerite un acceso de tos más fuerte que todos los que había tenido desde que yo estaba allí. Me pareció como si su pecho se desgarrase interiormente. La pobre chica se puso púrpura, cerró los ojos por el dolor y se llevó a los labios la servilleta, que una gota de sangre enrojeció. Entonces se levantó y se fue corriendo al cuarto de aseo.

—¿Pero qué le pasa a Marguerite? —preguntó Gaston.

—Pues le pasa que ha reído demasiado y escupe sangre —dijo Prudence—. ¡Oh, no será nada, le pasa todos los días! Ya volverá. Dejémosla solar prefiere que sea así.

Pero yo no pude contenerme, y ante la gran estupefacción de Prudence y de Nanine, que me llamaban para que volviera, fui a reunirme con Marguerite.


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