La Dama de las Camelias

—¡Bah! La verdad es que no vale la pena que se alarme usted —replicó en un tono un poco amargo—. Ya ve cómo se ocupan de mí los otros: saben perfectamente que con esta enfermedad no hay nada que hacer.

Dicho esto, se levantó y, tomando la vela, la puso sobre la chimenea y se miró en el espejo.

—¡Qué pálida estoy! —dijo, abrochándose el vestido y pasándose los dedos por el pelo para alisarlo—. ¡Bah! Vamos otra vez a la mesa. ¿Viene?

Pero yo estaba sentado y no me moví.

Comprendió la emoción que me había causado aquella escena, pues se acercó a mí y, tendiéndome la mano, me dijo:

—Vamos, venga.

Tomé su mano, y la llevé a mis labios, humedeciéndola sin querer con dos lágrimas largo tiempo contenidas.

—¡Pero, bueno, no sea usted niño! —dijo, volviendo a sentarse a mi lado—. ¡Mira que ponerse a llorar! ¿Qué le pasa?

—Debo de parecerle un necio, pero lo que acabo de ver me ha hecho un daño espantoso.

eXTReMe Tracker