La Dama de las Camelias

—Todo el día.

—¿Sabe una coca? Decididamente, me temo que voy a enamorarme de usted. Pregúnteselo si no a Prudence.

—¡Ah! —respondió la gorda—. ¡Menudo latazo!

—Ahora vuelva a su butaca; el conde va a regresar, y es mejor que no lo encuentre aquí.

—¿Por qué?

—Porque le resulta a usted desagradable verlo.

—No; sólo que, si usted me hubiera dicho que deseaba venir esta noche al Vaudeville, yo habría podido enviarle este palco tan bien como él.

—Por desgracia, me lo llevó sin que yo se lo pidiera, y se ofreció para acompañarme. Sabe usted muy bien que no podía negarme. Todo lo que podía hacer era escribirle dónde iba, para que usted me viese y para tener yo también el placer de volver a verlo antes; pero, ya que me lo agradece así, tendré en cuenta la lección.

—Me he equivocado, perdóneme.

—Enhorabuena; hola, sea bueno y vuélvase a su sitio, y sobre todo no se me ponga celoso.

Me besó otra vez y salí.

En el pasillo me encontré con el conde, que ya volvía.

Torné a mi butaca.

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