La Dama de las Camelias

Capítulo XV

Llevaríamos Joseph y yo una hora poco más o menos preparándolo todo para mi marcha, cuando llamaron violentamente a la puerta.

—¿Abro? —me dijo Joseph.

—Abra —le dije, preguntándome quien podría venir a mi casa a tales horas y no atreviéndome a creer que fuera Marguerite.

—Señor —me dijo Joseph al volver—, son dos señoras.

—Somos nosotras, Armand —gritó una voz que reconocí ser la de Prudence.

Salí de mi habitación.

Prudence, de pie, miraba las pocas curiosidades de mi salón; Marguerite, sentada en el canapé, reflexionaba.

Nada más entrar me dirigí hacia ella, me arrodillé, le cogí las dos manos, y muy emocionado le dije:

—¡Perdón!

Ella me besó en la frente y me dijo:

—Ya es la tercera vez que lo perdono.

—Iba a marcharme mañana.

—Mi visita no tiene por qué cambiar su decisión. No vengo para impedirle que abandone París. Vengo porque no he tenido tiempo de contestarle en todo el día y no he querido que creyera que estaba enfadada con usted. Y eso que Prudence no quería que viniese; decía que tal vez lo molestaría.

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