La Dama de las Camelias

No le hizo ningún reproche —tampoco tenía derecho a hacérselo—, pero le preguntó si se sentía capaz de cambiar de vida, ofreciéndole a cambio de ese sacrificio todas las compensaciones que pudiera desear. Ella se lo prometió.

Hay que decir que por aquella época Marguerite, aunque entusiasta por naturaleza, estaba enferma. El pasado se le aparecía como una de las causas principales de su enfermedad, y una especie de superstición le hizo esperar que Dios le dejaría la belleza y la salud a cambio de su arrepentimiento y conversión.

Y en efecto, cuando llegó el final del verano, las aguas, los paseos, el cansancio natural y el sueño casi casi la habían restablecido.

El duque acompañó a Marguerite a París, donde siguió viéndola como en Bagnères.

Aquella relación, cuyo auténtico origen y motivo se desconocía, causó aquí gran sensación, pues el duque, conocido ya por su gran fortuna, se daba a conocer ahora por su prodigalidad.

Se atribuyó al libertinaje, frecuente entre los viejos ricos, aquel acercamiento del viejo duque a la joven. Hubo toda clase de suposiciones, excepto la verdadera.

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