La Dama de las Camelias

Sin embargo los sentimientos que aquel padre experimentaba por Marguerite tenían una causa tan casta, que cualquier otra relación que no fuera de corazón le hubiera parecido un incesto, y jamás le había dicho una palabra que su hija no hubiera podido oír.

Lejos de nosotros el pensamiento de hacer de nuestra heroína otra cosa distinta de lo que era. Así pues, diremos que, mientras estuvo en Bagnères, la promesa que había hecho al duque no era difícil de cumplir y la cumplió; pero, una vez en París, a aquella joven acostumbrada a la vida disipada, a los bailes, incluso a las orgías, le pareció que su soledad, turbada únicamente por las periódicas visitas del duque, la haría morir de aburrimiento, y el soplo ardiente de su vida anterior pasaba a la vez por su cabeza y por su corazón.

Añádase a ello que Marguerite había vuelto de aquel viaje más hermosa que nunca, que tenía veinte años y que la enfermedad, adormecida, pero no vencida, seguía despertando en ella esos deseos febriles que casi siempre suelen ser resultado de las afecciones de pecho.



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