La Dama de las Camelias

Allí desaparecía poco a poco la cortesana. Tenía a mi lado una mujer joven, bonita, a la que yo quería, que me quería y que se llamaba Marguerite: el pasado ya no tenía formas, ni el futuro nubes. El sol iluminaba a mi amante como hubiera iluminado a la más casta novia. Juntos nos paseábamos por aquellos parajes encantadores, que parecen hechos expresamente para recordar los versos de Lamartine o cantar las melodías de Scudo. Marguerite llevaba un vestido blanco, se apoyaba en mi brazo, me repetía por la noche bajo el cielo estrellado las palabras que me había dicho el día anterior, y el mundo seguía a lo lejos viviendo su vida, sin manchar con su sombra el cuadro risueño de nuestra juventud y nuestro amor.

Este era el sueño que el sol ardiente de aquel día me llevaba a través de las hojas, mientras, tumbado todo lo largo que era en la hierba de la isla en donde habíamos atracado, libre de todos los lazos humanos que antes lo retenían, dejaba correr mi pensamiento y recoger todas las esperanzas que encontraba.

Añada a ello el que, desde el lugar en que me encontraba, veía a la orilla una encantadora casita de dos pisos con una verja semicircular; a través de la verja, delante de la casa, un césped verde, liso como terciopelo, y detrás del edificio un bosquecillo lleno de misteriosos refugios y que cada mañana borraría bajo su musgo el sendero hecho la víspera.

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