La Dama de las Camelias

Plantas trepadoras ocultaban la escalinata de aquella casa deshabitada, a la que abrazaban hasta el primer piso.

A fuerza de mirar aquella casa acabé por convencerme de que era mía: tan bien resumía lo que yo estaba soñando. Me veía allí con Marguerite, durante el día en el bosque que cubría la colina, por la noche sentados en el césped, y me preguntaba si alguna vez criaturas terrestres habrían sido tan felices como nosotros.

—¡Qué casa más bonita! —me dijo Marguerite, que había seguido la dirección de mi mirada y acaso también la de mi pensamiento.

—¿Dónde? —dijo Prudence.

—Allá abajo.

Y Marguerite señalaba con el dedo la casa en cuestión.

—¡Ah! Preciosa —replicó Prudence—. ¿Le gusta?

—Mucho.

—¡Bueno, pues diga al duque que se la alquile! Estoy segura de que se la alquilará. Si quiere, yo me encargo de ello.

Marguerite me miró, como preguntándome qué pensaba yo de aquella idea.

Mi sueño se había desvanecido con las últimas palabras de Prudence y me arrojó tan brutalmente a la realidad, que aún estaba aturdido por la caída.

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