La Dama de las Camelias

—En efecto, es una excelente idea —balbuceé, sin saber lo que decía.

—Bueno, pues yo lo arreglaré —dijo estrechándome la mane; Marguerite, que interpretaba mis palabras según su deseo—. Vamos a ver ahora mismo si está en alquiler.

La casa estaba libre y el alquiler costaba dos mil francos.

—¿Será usted feliz aquí? —me dijo.

—¿Puedo estar seguro de venir aquí?

—¿Pues por quién cree que vendría a enterrarme yo aquí, de no ser por usted?

—Bueno, Marguerite, pues entonces déjeme que sea yo mismo quien alquile esta casa.

—¿Está loco? No solamente es inútil, sería peligroso. Sabe usted de sobra que no puedo aceptar nada que no venga de un hombre determinado, así que déjeme hacer, niño grande, y cállese.

—Eso quiere decir que, cuando tenga dos días libres, vendré a pasarlos en su casa —dijo Prudence.

Dejamos la casa y volvimos a coger la carretera de París, charlando de aquella nueva resolución. Tenía yo a Marguerite, entre mis brazos, de tal modo que, al bajar del coche, empezaba ya; a enfocar el plan de mi amante con ánimo menos escrupuloso.

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