La Dama de las Camelias

No, sino en Point-du-Jour, donde hemos comido el duque y yo. Mientras él contemplaba el panorama, he preguntado a la señora Arnould, pues se llama señora Arnould, ¿no?, le he preguntado si tenía un apartamento adecuado. Precisamente tenía uno, con salón, antesala y dormitorio. Creo que es todo lo que hace falta. Sesenta francos al mes. Todo amueblado de tal manera que podría distraer a un hipocondríaco. Lo he reservado. ¿He hecho bien?

Salté al cuello de Marguerite.

—Será encantador —continuó—; usted tendrá una llave de la puerta pequeña, y he prometido al duque una llave de la verja, que no cogerá, porque no irá más que de día, cuando vaya. Entre nosotros, creo que está encantado de este capricho que me aleja de París durante cierto tiempo y hará callar un poco a su familia. Sin embargo me ha preguntado cómo, gustándome tanto París, había podido decidirme a enterrarme en el campo; le he respondido que no me encontraba bien y que era para descansar. No ha parecido creerme del todo. Ese pobre viejo está siempre acorralado. Así que mi querido Armand, tomaremos muchas precauciones, pues harto es que me vigilen allá, y no es lo principal que me alquile una casa; aún tiene que pagar mis deudas, y desgraciadamente tengo una; cuantas. ¿Le agrada todo esto?

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