La Dama de las Camelias

Nos pusimos a buscar piso. Todos los que veíamos a Marguerite le parecían demasiado caros y a mí demasiado sencillos. Sin embargo acabamos por ponernos de acuerdo, y en uno de los barrios más tranquilos de París alquilamos una especie de chalecito, aislado del edificio principal.

Detrás del chalecito se extendía un jardín encantador, un jardín que dependía de él, rodeado de paredes lo suficientemente elevadas para separarnos de nuestros vecinos, y lo suficientemente bajas como para no limitarnos la vista.

Era más de lo que habíamos esperado.

Mientras me dirigía a mi casa para dejar libre mi piso, Marguerite iba a ver a un hombre de negocios que, según decía ella, había hecho ya por una de sus amigas lo que iba a pedirle que hiciera por ella.

Vino a buscarme a la calle de Provence encantada. Aquel hombre le había prometido pagar todas sus deudas, darle los recibos correspondientes y entregarle veinte mil francos a cambio de todos sus muebles.

Ya ha visto usted, por el precio que alcanzó la subasta, que aquel honrado varón habría ganado más de treinta mil francos con su cliente.

Volvimos muy contentos a Bougival, sin dejar de comunicarnos nuestros proyectos para el futuro, que, gracias a nuestra despreocupación y sobre todo a nuestro amor, se nos aparecía de color de rosa.

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