La Dama de las Camelias

—Entonces ha llegado el momento de vivir de otro modo.

—¿Y por qué, padre?

—Porque está usted a punto de hacer cosas que hieren e respeto que cree tener por su familia.

—No entiendo esas palabras.

—Pues voy a explicárselas. Que tenga usted una amante, está muy bien; que la pague como un hombre galante debe pagar e: amor de una entretenida, no puede estar mejor; pero que olvide por ella las cosas más sagradas, que permita que el ruido de su vida escandalosa llegue hasta el fondo de mi provincia y arroje la sombra de una mancha sobre el honorable apellido que le he dado eso sí que no puede ser y no será.

—Permítame que le diga, padre, que los que le han informado sobre mí estaban mal enterados. Soy el amante de la señorita Gautier y vivo con ella: es la cosa más sencilla del mundo. No doy a la señorita Gautier el apellido que he recibido de usted, gasto con ella lo que mis medios me permiten, no tengo deudas y, en fin, no estoy en ninguna de esas situaciones que autorizan a un padre a decir a su hijo lo que usted acaba de decirme.

—Un padre siempre está autorizado a apartar a su hijo del mal camino por el que lo ve lanzarse. Aún no ha hecho usted nada malo, pero lo hará.

—¡Padre!

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