La Dama de las Camelias

Eso era lo que me preguntaba con espanto, en medio de la habitación vacía, con los ojos fijos en el reloj de pared, que al marcar las doce de la noche parecía decirme que era demasiado tarde para que siguiera esperando ver aparecer a mi amante.

Sin embargo, después de las medidas que acabábamos de tomar, con el sacrificio ofrecido y aceptado, ¿era verosímil que me engañara? No. Intenté rechazar mis primeras suposiciones.

La pobre chica habrá encontrado un comprador para su mobiliario y se habrá ido a París para cerrar el trato. No habrá querido avisarme; pues sabe que, aunque la acepto, esa venta, necesaria para nuestra felicidad futura, me resulta penosa, y habrá tenido miedo de herir mi amor propio y mi delicadeza hablándome de ella. Prefiere no volver a aparecer hasta que todo haya terminado. Prudence la aguardaba evidentemente para eso y se ha A delatado ante mí; Marguerite no habrá podido terminar hoy la venta y dormirá en su casa, o incluso puede que llegue de un momento a otro, pues debe de sospechar mi inquietud y ciertamente no querrá dejarme aquí.

Pero entonces ¿a qué vienen esas lágrimas? Sin duda, pese a su amor por mí, la pobre chica no habrá podido decidirse sin llorar a abandonar el lujo en medio del que ha vivido hasta el presente y que la hacía dichosa y envidiada.

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