La Dama de las Camelias

Al fin me repose un poco, miré a mi alrededor, totalmente asombrado de ver que la vida de los demás continuaba sin detenerse ante mi desgracia.

No era lo suficientemente fuerte para soportar yo solo el golpe que me daba Marguerite.

Entonces me acordé de que mi padre estaba en la misma ciudad que yo, que en diez minutos podía estar a su lado, y que, cualquiera que fuese la causa de mi dolor, él la compartiría.

Corrí como un loco, como un ladrón, hasta el hotel de París: encontré la llave puesta en la puerta de la habitación de mi padre. Entré.

Estaba leyendo.

A juzgar por el poco asombro que mostró al verme aparecer, hubiérase dicho que me esperaba.

Me precipité en sus brazos sin decide una palabra, le di la carta de Marguerite y, dejándome caer delante de su cama, lloré a lágrima viva.

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