La Dama de las Camelias

Capítulo XXIII

Cuando todas las cosas de la vida volvieron a recobrar su curso, no podía creer que el día que despuntaba no sería para mí semejante a los que lo precedieron. Había momentos en que me figuraba que alguna circunstancia que no podía recordar me había hecho pasar la noche fuera de casa de Marguerite, pero que, si volvía a Bougival, la encontraría preocupada, como yo lo había estado, y me preguntaría qué había podido retenerme lejos de ella.

Cuando la existencia ha contraído un hábito como el del amor, Y parece imposible que ese hábito pueda romperse sin quebrar al mismo tiempo todos los resortes de la vida.

Así que me veía obligado a releer de cuando en cuando la carta de Marguerite, para convencerme de que no había soñado.

Mi cuerpo, al sucumbir bajo la sacudida moral, era incapaz de hacer un movimiento. La inquietud, la caminata de la noche y la noticia de la mañana me habían agotado. Mi padre aprovechó aquella postración total de mis fuerzas para pedirme la promesa formal de irme con él.

Prometí todo lo que quiso. Era incapaz de mantener una discusión y necesitaba un afecto verdadero que me ayudara a vivir después de lo que acababa de ocurrir.

Me sentía muy dichoso de que mi padre se dignara consolarme de tamaña pesadumbre.

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