La Dama de las Camelias

Al besar a mi hermana, recordé las palabras de la carta de Marguerite que se referían a ella, pero comprendí enseguida que, por buena que fuese, mi hermana sería insuficiente para hacerme olvidar a mi amante.

Habían levantado la veda de caza, y mi padre pensó que me serviría de distracción. Así que organizó partidas de caza con vecinos y amigos. Yo iba a ellas sin repugnancia, pero sin entusiasmo, con esa especie de apatía que caracterizaba todas mis acciones desde mi partida.

Cazábamos al ojeo. Me ponían en mi puesto. Yo colocaba la escopeta descargada a mi lado y soñaba.

Miraba pasar las nubes. Dejaba que mi pensamiento vagara por las llanuras solitarias, y de cuando en cuando oía que algún cazador me llamaba, señalándome una liebre a diez pasos de mí.

Ninguno de aquellos detalles se le escapaba a mi padre, y no se dejaba engañar por mi calma exterior. Comprendía perfectamente que, por más abatido que estuviese, mi corazón tendría cualquier día una reacción terrible, peligrosa quizá, y, mientras evitaba cuidadosamente parecer que intentaba consolarme, hacía todo lo posible por distraerme.

Mi hermana, naturalmente, no estaba en el secreto de todos aquellos acontecimientos, y así no se explicaba por qué yo, tan alegre antes, me había vuelto de repente tan pensativo y tan triste.

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