La Dama de las Camelias

Me observó unos instantes, tomó sus gemelos para verme mejor, y sin duda creyó reconocerme, sin poder decir positivamente quién era yo, pues, cuando volvió a dejar los gemelos, una sonrisa, ese encantador saludo de las mujeres, erró por sus labios para responder al saludo que parecía esperar de mí; pero yo no respondí, como para adquirir ventaja sobre ella y aparentar haberla olvidado cuando ella se acordaba de mí.

Creyó haberse equivocado y volvió la cabeza.

Se alzó el telón.

He visto muchas veces a Marguerite en el teatro, pero nunca la he visto prestar la menor atención a lo que se representaba.

Por lo que a mí respecta, tampoco me interesaba mucho el espectáculo, y sólo me ocupaba de ella, pero haciendo todos los esfuerzos que podía para que no se diera cuenta.

Y así la vi intercambiar miradas con la persona que ocupaba el palco frontero al suyo; dirigí los ojos hacia aquel palco, y en él reconocí a una mujer con la que había tenido yo bastante trato.

Aquella mujer era una antigua entretenida, que había intentado entrar en el teatro, que no lo había conseguido, y que, valiéndose de sus relaciones con las elegantes de París, se había dedicado al comercio y había puesto una sombrerería de señoras.

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