La Dama de las Camelias

Vi en ella un medio de encontrarme con Marguerite, y aproveché un momento en que miraba hacia mi lado para saludarla con la mano y con los ojos.

Sucedió lo que había previsto: me llamó a su palco.

Prudence Duvernoy —que tal era el acertado nombre de la sombrerera— era una de esas mujeres gordas de cuarenta años, con las que no hace falta tener mucha diplomacia para que lo digan lo que quieres saber, sobre todo cuando lo que quieres saber es tan sencillo como lo que yo tenía que preguntarle.

Aproveché un momento en que ella volvía a empezar su intercambio de señas con Marguerite para decirle:

—¿A quién está usted mirando de ese modo?

—A Marguerite Gautier.

—¿La conoce?

—Sí; soy su sombrerera, y ella es mi vecina.

—¿Entonces vive usted en la calle de Antin?

—En el número 7. La ventana de su cuarto de aseo da a la ventana del mío.

—Dicen que es una chica encantadora.

—¿No la conoce?

—No, pero me gustaría conocerla.

—¿Quiere que le diga que venga a nuestro palco?

—No, prefiero que me presente usted a ella.

—¿En su casa?

—Sí.

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