Madame Bovary

Ante aquel tañido repetido, el pensamiento de la joven se perdía en sus viejos recuerdos de juventud y de internado. Recordó los grandes candelabros que se destacaban en el altar sobre los jarrones llenos de flores, y el sagrario de columnitas. Hubiera querido, como antaño, confundirse en la larga fila de velos blancos, que marcaban de negro acá y allá las tocas rígidas de las hermanitas inclinadas en sus reclinatorios; los domingos, en la misa, cuando levantaba la cabeza, percibía el dulce rostro de la Virgen entre los remolinos azulados del incienso que subía. Entonces la sobrecogió un sentimiento de ternura; se sintió languidecer y completamente abandonada, como una pluma de ave que gira en la tormenta; a instintivamente se encaminó hacia la iglesia, dispuesta a cualquier devoción, con tal de entregarse a ella con toda el alma y de olvidarse por completo de su existencia.

Encontró en la plaza a Lestiboudis que volvía de la iglesia, pues, para no perder el tiempo, prefería interrumpir su tarea, después continuarla, de modo que tocaba al Ángelus cuando le convenía. Además, adelantando el toque, recordaba a los chiquillos la hora del catecismo.



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