Pasaron seis semanas. Rodolfo no volvió. Por fin, una tarde apareció. Se había dicho, al día siguiente de los comicios:
«No volvamos tan pronto, sería un error».
Y al final de la semana se fue de caza. Después de la cacería, pensó que era demasiado tarde, luego se hizo este razonamiento:
«Pero si desde el primer día me ha amado, por la impaciencia de volver a verme, tiene que quererme más. Sigamos, pues».
Y comprendió que había calculado bien cuando, al entrar en la sala, vio que Emma palidecía.
Estaba sola. Anochecía. Los visillos de muselina, a lo largo de los cristales, oscurecían la luz del crepúsculo, y el dorado del barómetro, sobre el que daba un rayo de sol, proyectaba luces en el espejo, entre los festones del polípero.
Rodolfo permaneció de pie, y Emma apenas contestó a sus primeras frases de cortesía.
—Yo —dijo— he tenido ocupaciones. He estado enfermo.
—¿Grave? —exclamó ella.
—¡Bueno —dijo Rodolfo sentándose a su lado sobre un taburete—, no!… Es que no he querido volver.
—¿Por qué?
—¿No adivina usted?