Madame Bovary

Capítulo XII

Comenzaron de nuevo a amarse. Incluso, a menudo, en medio del día, Emma le escribía de pronto; luego, a través de los cristales, hacía una señal a Justino, quien, desatando rápido su delantal, volaba hacia la Huchette. Rodolfo venía; era para decirle que ella se aburría, que su marido era odioso y su existencia espantosa.

—¿Qué puedo hacer yo? —exclamó él un día impacientado—. ¡Ah!, ¡si tú quisieras!…

Estaba sentada en el suelo, entre sus rodillas, con el pelo suelto y la mirada perdida.

—¿Y qué? —dijo Rodolfo.

Ella suspiró.

—Iríamos a vivir a otro lugar…, a alguna parte…

—¡Estás loca, la verdad! —dijo él riéndose—. ¿Es posible?

Emma insistió; Rodolfo pareció no entender nada y cambió de conversación.

Lo que él no comprendía era toda aquella complicación en una cosa tan sencilla como el amor. Emma tenía un motivo, una razón, y como una especie de apoyo para amarle.

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