Madame Bovary

Emma quiso que se vistiera todo de negro y se dejara una perilla, para parecerse a los retratos de Luis XIII. Deseó conocer su alojamiento y lo encontró vulgar; él se sonrojó y ella no le hizo caso, luego le aconsejó que comprara unas cortinas parecidas a las suyas, y como León objetara el gasto:

—¡Ah!, ¡ah!, tienes apego a tus dineritos —dijo ella riendo.

León tenía que contarle cada vez todo lo que había hecho desde la última cita. Pidió versos, versos para ella, un poema de amor en honor suyo; León nunca llegó a encontrar la rima del segundo verso, y acabó por copiar un soneto de un keepsake.

Lo hizo menos por vanidad que por complacerla. No discutía sus ideas; aceptaba todos sus gustos; él iba convirtiéndose en la verdadera querida de Emma más de lo que ésta lo era de él. Emma tenía para él palabras tiernas y unos besos que le robaban el alma. ¿Dónde había aprendido aquella corrupción casi inmaterial a fuerza de ser profunda y disimulada?



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