Madame Bovary

Capítulo VII

Estuvo estoica al día siguiente cuando el Licenciado Hareng, el alguacil, con dos testigos, se presentó en su casa para levantar acta del embargo.

Comenzaron por el despacho de Bovary y no registraron la cabeza frenológica, que fue considerada como «instrumento de su profesión»; pero contaron en la cocina los platos, las ollas, las sillas, los candelabros, y, en su dormitorio, todas las chucherías de la estantería. Examinaron sus vestidos, la ropa interior, el tocador; y su existencia fue apareciendo, hasta en sus rincones más íntimos, como un cadáver al que hacen la autopsia, expuesta, mostrada con todo detalle a las miradas de aquellos tres hombres.

El Licenciado Hareng, enfundado en una fina levita negra, de corbata blanca y con trabillas muy estiradas, repetía de vez en cuando:

—¿Me permite, señora?, ¿me permite?

Frecuentemente hacía exclamaciones:

—¡Precioso!… ¡muy bonito!

Después volvía a escribir mojando su pluma en el tintero de asta que sujetaba con la mano izquierda.

Cuando terminaron con las habitaciones subieron al desván.

Allí guardaba ella un pupitre donde estaban cerradas las cartas de Rodolfo. Hubo que abrirlo.

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