Madame Bovary

—¡Ah!, una correspondencia —dijo el Licenciado Hareng con una sonrisa discreta—. Pero permita, pues tengo que comprobar si la caja no contiene algo más.

E inclinó los papeles ligeramente, como para hacer caer los napoleones. Entonces ella se indignó viendo aquella gruesa mano, de dedos rojos y blandos como babosas, que se posaba sobre aquellas páginas donde su corazón había latido.

Por fin se fueron. Volvió Felicidad. Emma la había mandado que estuviese al acecho para desviar a Bovary; a instalaron rápidamente bajo el tejado al guardián del embargo, que juró no moverse de allí.

Aquella noche Carlos le pareció preocupado. Emma lo espiaba con una mirada llena de angustia, creyendo ver acusaciones en las arrugas de su cara. Después, cuando volvía su mirada a la chimenea poblada de pantallas chinas, a las amplias cortinas, a los sillones, en fin, a todas las cosas que habían endulzado la amargura de su vida, le entraba un remordimiento, o más bien una pena inmensa que exacerbaba la pasión, lejos de aniquilarla. Carlos atizaba el fuego plácidamente con los dos pies sobre los morillos de la chimenea.

Hubo un momento en que el guardián, aburrido sin duda en su escondite, hizo un poco de ruido.

—¿Andan por arriba? —dijo Carlos.

—No —contestó ella—, es una buhardilla que ha quedado abierta y que mueve el viento.

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