María

—¿No? —preguntó admirado.

Entonces le referí la conferencia que había tenido días antes con mi padre.

—¿Conque todo, todo lo arrostras? —me interrogó maravillado, apenas hube concluido mi relación—. ¿Y esa enfermedad que probablemente es la de su madre?… ¿Y vas a pasar quizá la mitad de tu vida sentado sobre una tumba?…

Estas últimas palabras me hicieron estremecer de dolor: ellas, pronunciadas por boca de un hombre a quien no otra cosa que su afecto por mí podía dictárselas; por Carlos, a quien ninguna alucinación engañaba, tenían una solemnidad terrible, más terrible aún que el sí con el cual acababa yo de contestarlas.

Púseme en pie, y al ofrecerle mis brazos a Carlos, me estrechó casi con ternura entre los suyos. Me separé de él abrumado de tristeza, pero libre ya del remordimiento que me humillaba cuando nuestra conferencia empezó.

Volví al salón. Mientras mi hermana ensayaba en la guitarra un valse nuevo, María me refirió la conversación que al regreso del paseo había tenido con mi padre. Nunca se había mostrado tan expansiva conmigo: recordando ese diálogo, el pudor le velaba frecuentemente los ojos y el placer le jugaba en los labios.

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