MarÃa
La llegada de los correos y la visita de los señores de M… habÃan aglomerado quehaceres en el escritorio de mi padre. Trabajamos todo el dÃa siguiente, casi sin interrupción; pero en los momentos que nos reunimos con la familia en el comedor, las sonrisas de MarÃa me hacÃan dulces promesas para la hora del descanso: a ellas les era dable hacerme leve hasta el más penoso trabajo.
A las ocho de la noche acompañé a mi padre hasta su alcoba, y respondiendo a mi despedida de costumbre, añadió:
—Hemos hecho algo pero nos falta mucho. Conque hasta mañana temprano.
En dÃas como aquél, MarÃa me esperaba siempre por la noche en el salón, conversando con Emma y mi madre, leyéndole a ésta algún capÃtulo de la Imitación de la Virgen o enseñando oraciones a los niños.
ParecÃale tan natural que me fuese necesario pasar a su lado unos momentos en esa hora, que me los concedÃa como algo que no le era permitido negarme. En el salón o en el comedor me reservaba siempre un asiento inmediato al suyo, y un tablero de damas o los naipes nos servÃan de pretexto para hablar a solas, menos con palabras que con miradas y sonrisas. Entonces sus ojos, en arrobadora languidez, no huÃan de los mÃos.
—¿Viste a tu amigo esta mañana? —me preguntó procurando hallar respuesta en mi semblante.
—SÃ: ¿por qué me lo preguntas ahora?
—Porque no he podido hacerlo antes.
—¿Y qué interés tienes en saberlo?
—¿Te instó él a que le pagaras la visita?
—SÃ.
—Irás a pagársela, ¿no?
—Seguramente.
—El te quiere mucho, ¿no es as�
—Asà lo he creÃdo siempre.
—¿Y lo crees todavÃa?
—¿Por qué no?
—¿Lo quieres como cuando estábais ambos en el colegio?
—SÃ; pero ¿por qué hablas hoy de esto?
—Es porque yo quisiera que tú fueses siempre su amigo, y que él siguiese siéndolo tuyo… Pero tú no le habrás contado nada.
—¿Nada de qué?
—Pues de eso.
—¿Pero de qué cosa?
—Si sabes qué es lo que digo… No le has dicho ¿no?
Yo me complacÃa en la dificultad que ella encontraba para preguntarme si habÃa hablado de nuestro amor a Carlos, y le respondÃ:
—Es la primera vez que no te entiendo.
—¡AvemarÃa! ¿Cómo no has de entender? Que si le has hablado de lo que…
Y como me quedase mirándola al propio tiempo que me sonreÃa de su infantil afán, prosiguió:
—Bueno; ya no me digas; —y se puso a hacer torrecillas con las fichas del tablero en que jugábamos.
—Si no me miras —le dije— no te confieso lo que he dicho a Carlos.
—Ya, pues… a ver, di —respondióme tratando de hacer lo que yo le exigÃa.
—Se lo he contado todo.
—¡Ay!, no; ¿todo?
—¿Hice mal?
—Sà asà debÃa ser… Pero entonces, ¿por qué no se lo contaste antes de que viniera?
—Mi padre se opuso a ello.
—SÃ, pero él no habrÃa venido; ¿no hubiera sido mejor? —Sin duda, pero yo no debÃa hacerlo, y hoy él está satisfecho de mÃ.
—¿Seguirá pues siendo tu amigo?
—No hay motivo para que deje de serlo.
—SÃ, porque yo no quiero que por esto…
—Carlos te agradecerá tanto como yo ese deseo.
—¿Conque te separaste de él como de costumbre?. Y él ¿se ha ido contento?
—Tan contento como era posible conseguirlo.
—Pero, yo no tengo la culpa, ¿no?
—No, MarÃa, ni él te estima menos que antes por lo que has hecho.
—Si te quiere de veras, asà debe ser. ¿Y sabes por qué ha pasado todo asà con ese señor?
—¿Por qué?
—¡Pero cuidado con reÃrte!
—No me reiré.
—Pero si ya estás riéndote.
—No es de lo que vas a decirme sino de lo que ya has dicho; di MarÃa.
—Ha sido porque yo le he rezado mucho a la Virgen para que hiciera suceder todo asÃ, desde ayer que mamá me habló.
—¿Y si la Virgen no te hubiera concedido lo que le pedÃas?
—Eso era imposible: siempre me concede lo que le pido, y como esta vez yo le rogaba tanto, estaba segura de que me oirÃa. Mamá se va —agregó— y Emma se está durmiendo. Ya ¿no?
—¿Quieres irte?
—¿Y qué voy a hacer?… ¿Mucho escribirán mañana también?
—Parece que sÃ.
—¿Y cuando Tránsito venga?
—¿A qué horas viene?
—Mandó decir que a las doce.
—A esa hora habremos concluido. Hasta mañana. Respondió a mi despedida con las mismas palabras; pero admirándose de que me quedase con el pañuelo que ella tenÃa en la mano que me dio a estrechar. MarÃa no comprendÃa que ese pañuelo perfumado era un tesoro para una de mis noches. Después se negó casi siempre a concederme tal bien, hasta que vinieron los dÃas en que se mezclaron tantas veces nuestras lágrimas.